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Miradas al sesgo, lenguaje al filo. La isla es cada uno y todos son la isla

La última novela de Selva Almada, No es un río, ocupa una geografía que su autora conoce muy bien. Pero conocerla y representarla son dos conceptos diferentes. Almada aplica en los dos. La historia transcurre en ambos márgenes del río sin nombre, aunque la cercanía de la ciudad de Santa Fe le hace intuir al lector que se encuentra frente al Paraná o frente a uno de sus brazos. Por paradójico que parezca, el río es el puente entre la ribera de tierra firme y la costa de la isla. Los personajes principales – Enero, Eusebio, Tilo, El Negro, Aguirre – lo cruzan en ambas direcciones hasta que en un momento de la historia, al no encontrar espacio suficiente para eludirse, se enfrentan. Quien permanece siempre en la isla es Siomara, su misión es mantener encendido el fuego, literal y simbólicamente.
Ahora bien ¿quién narra? Uno como lector, entre suspicaz y prejuicioso, a lo largo del relato, especula: “en cualquier momento la voz de Selva Almada aparece y la delata. El lenguaje la va a exponer”, pero no. Habla el narrador en tercera persona y hablan los personajes, y ninguno de ellos da señas de autor o narrador culto, sinónimo de Selva Almada. Finalmente el lector se convence de que la voz que comanda la narración pertenece al territorio (tierra, agua y cultura). El imaginario rural modula sus tonos; el ritmo se encuentra sincopado por frases breves y nudos de silencio dentro de un registro lingüístico regional. El lenguaje del narrador compone a los personajes y a su entorno social, que Almada antes reprodujo también en Ladrilleros, su segunda novela. La representación domina por completo el relato, opacando cualquier indicio externo que nos distraiga de la puesta en escena. El tiempo dirá si en algún momento del recorrido, el léxico ambientalista se transforma en un factor de debilidad literaria.
En algunos resúmenes del libro, los críticos creyeron ver signos de realismo mágico o sugestiones próximas a lo fantástico. Ninguna de estas conjeturas, a mi modo de ver, resulta acertada. Se trata de realismo. Incluso la fragmentación de la trama y la ruptura de la cronología del relato, se podría decir, adoptan una forma de la existencia, una manera de estar en el mundo, conectada por fases o de modo alterno. Si alguno de los críticos tomara contacto con algún barrio del cono urbano, sin necesidad de trasladarse hasta las orillas de Santa Fe, constataría que vivir o sobrevivir en la periferia se asemeja bastante a una experiencia extraordinaria. Por lo tanto, Almada no hace otra cosa que exponer una realidad que en lo cotidiano dialoga con la violencia, la locura y la muerte. Si se quiere pensar en Horacio Quiroga, no sería equivocado, pero un Quiroga minimalista.
Selva Almada (2020). No es un río. Buenos Aires: Penguin Random House.

Rubén Dellarciprete

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